Capítulo 1: Tengo la costumbre, destreza, habilidad, curiosidad, morbosidad… pero también la pinche ansiedad de calcular todo
Serie: El arte de medirlo todo… hasta lo que no sirve pa’ ni madres
Uno crece creyendo que tener habilidades es una bendición. Que si eres hábil para algo —contar, medir, calcular, anticipar, sacar conclusiones con pocos datos—, entonces estás del lado bueno del juego. El problema empieza cuando esa “habilidad” se te vuelve necesidad. O más bien, una compulsión disfrazada de virtud.
Y eso me pasó a mí.
Yo no aprendí a medir por disciplina, aprendí por supervivencia. Por no quedarme sin pasaje, por no llegar tarde, por no pedir fiado, por no equivocarme, por no pasar penas… por no quedar como un pendejo. O bueno, quedar como uno funcional.
Así que desarrollé una especie de sexto sentido para contar cosas que nadie me pidió que contara. Distancias entre estaciones del metro. Minutos exactos de tolerancia en una cita. El precio de un kilo de jitomate en tres supermercados distintos. Cuántas veces sube la voz una persona cuando miente. O cuánto dinero se gastó alguien sin notarlo, porque “nomás fueron dos cafés y una chelita”.
No lo hacía por codo. Lo hacía por ansiedad.
Porque si no contaba, me perdía. Si no calculaba, me invadía la incertidumbre. Y si había incertidumbre, mi cabeza empezaba a hacer lo que peor sabe hacer: suponer.
La pinche necesidad de tener el control... aunque sea con una regla de primaria
A eso me refiero cuando digo que tengo destreza, curiosidad, habilidad, pero también una pinche ansiedad de medirlo todo. Porque no es lo mismo medir por eficiencia, que medir por miedo. Y ahí es donde empieza el autoengaño bonito: te haces creer que eres metódico, estructurado, estratégico… cuando en realidad estás espantado. Espantado de no saber qué sigue, cuánto va a costar, cuánto va a doler o cuánto te vas a arrepentir.
Y como no puedes controlar lo que no entiendes, entonces lo intentas reducir a números.
Y te vuelves experto en eso: en contar para evitar sentir.
Medir se volvió mi forma de querer a la gente (y también de joderla)
Porque claro, uno cree que tener todo medido es útil para los demás. Que estás ayudando. Que les estás haciendo un paro al decirles “oye, ya van quince minutos tarde”, o “eso te va a salir más caro allá”, o “yo calculo que con eso no te va a alcanzar para el regreso”.
Pero la neta, muchas veces no ayudas: estorbas. Te vuelves esa persona que ve venir el madrazo… y lo narra en tiempo real. Y nadie quiere tener a un narrador del desastre en la peda, en la cita, o en la junta de chamba.
No lo haces por joder. Pero lo haces. Porque tu ansiedad quiere que todo esté claro, y esa claridad puede ser tan incómoda como una auditoría en calzones.
Y aquí el giro de tuerca: a veces sí sirve
Tampoco voy a tirarme al drama de que todo esto es malo. Porque más de una vez, mi costumbre de calcular me ha salvado. Me ha hecho decir que no, me ha ayudado a no repetir cagadas, me ha hecho evitar deudas, broncas o gente que vibra bien pero gasta mal.
El problema es que no siempre lo usas con sabiduría. A veces te pierdes en la medición de tonterías mientras dejas pasar lo importante. Y ahí estás: midiendo los litros de agua que usa tu ex en la regadera del gym, pero sin saber cuánta paciencia te queda en tu propio tanque emocional.
En resumen: medir no es malo… pero tampoco es terapia
Medir todo no te hace maduro.
Te hace meticuloso.
Te hace funcional.
Te hace parecer responsable.
Pero no siempre te hace libre.
Porque muchas veces lo que quieres es medir el riesgo, cuando en realidad tendrías que soltarlo.
O medir el amor, cuando lo que toca es sentirlo.
O medir el cansancio, cuando ya ni siquiera tendrías que seguir ahí.
Así que sí, tengo habilidad. Pero también tengo ansiedad. Y creo que por fin lo puedo decir con la frente en alto:
No todo lo que se mide es útil.
Pero todo lo que me da ansiedad, lo mido.
Y si me lo permiten… estoy en proceso de desmedirme.
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